¡Siéntate!, por Elia G. Durán


      En el principio de los tiempos, antes del mundo que conocemos, existió un gran artesano. Era un hombre anciano que siempre había vivido a través de sus manos: con ellas moldeaba la materia, convirtiéndola en diferentes objetos, algunos de ellos muy útiles, otros quizás más bellos, y cientos para todas las cosas que uno pueda imaginar o necesitar, pero de entre todas ellas, la que más agusto trabajaba, era la silla.




          Su nombre era conocido en todos los lugares donde habitaban los humanos, porque sus sillas eran diferentes a las de los demás artesanos. Cualquiera podía apreciar su valor por sus colores llamativos, que atraían tanto a jóvenes como a ancianos; por su forma y comodidad, que se amoldaba a la personalidad de su dueño, y porque eran únicas en todo el mundo. Aunque todas estas cualidades no eran las que hacían de su trabajo algo excepcional, además cuando uno se hallaba en completa soledad y se sentaba en ellas, no sólo disfrutaba del mero hecho de estar sentado, sino que al cerrar los ojos un relámpago de nuevas y brillantes imágenes e ideas, comenzaban a brotar de la mente de aquél o aquella que se posara sobre la fantástica silla, de tal manera que cualquier secreto que en otro momento hubiera podido escapársele, ahora era revelado con sorprendente facilidad.
            Durante generaciones, muchos intentaron averiguar el modo de convertirse en el sucesor del gran maestro, y algunos casi lo consiguieron, estuvieron tan cerca que, de continuar aprendiendo, lo habrían conseguido. Sin embargo, antes de que esto sucediera, algunos discípulos del anciano, que se preocupaban más de cuántos objetos iban a poder vender, que de fabricarlos con todas sus piezas, comenzaron a sentir envidia del maestro. Con retorcida inteligencia preguntaban a sus compañeros:  “¿por qué tiene él más fama y más riquezas que nosotros? ¿acaso no nos esforzamos lo mismo?¿qué culpa tenemos nosotros de no tener su talento?”  Con estas preguntas, poco a poco, crearon la duda en los desconcertadas mentes de los artesanos de la tierra que, acosados por esta voz difusa y sin nombre, dejaron que arraigara en sus bocas y en sus corazones el terrible miedo al fracaso; la pereza. A pesar de que todas las sillas habían sido siempre para todos, comenzó a pensarse que si eran tan especiales, si de verdad tenían tal poder, quizás sólo estaban reservadas para unos pocos, para reyes y reinas, quizás, empezó a mascullarse que, quizás, si realmente eran tan magníficas ¿cómo iban a poder estar al alcance de cualquiera?
            El anciano maestro no daba crédito a lo que estaba sucediendo ¿es que todos sufrían de amnesia? ¡Si él siempre había hecho mesas, camas, tocadores, objetos de todas las formas y colores para cualquiera! ¿Qué estaba ocurriendo? El maestro artesano, demasiado anciano y aún más cansado, no comprendía por qué ya nadie compraba sus sillas o sus mesas, sin embargo él seguía construyéndolas, con la esperanza de que, algún día, alguien volviera a sentarse en ellas. El resto de los artesanos ya no se molestaban en moldear las sillas. Todas eran iguales. A veces cambiaban los colores, cada vez más llamativos, y a veces colocaban un pequeño cojín en su centro. Sin embargo, esto no era, ni de lejos, suficiente y cuando las gentes se sentaban en estas sillas, no sólo les dolía la espalda y el cuello, sino que se levantaban tan cansados que su vida comenzó a empeorar notablemente. Ahora costaba mucho más encontrar cualquier cosa, y nadie recordaba lo aquella magnífica explosión de ideas. Pero nada de esto importaba, porque desde ese momento y hasta ahora todas las sillas del mundo iban a ser incómodas.

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