En el principio de los tiempos, antes del mundo que
conocemos, existió un gran artesano. Era un hombre anciano que siempre había
vivido a través de sus manos: con ellas moldeaba la materia, convirtiéndola en
diferentes objetos, algunos de ellos muy útiles, otros quizás más bellos, y
cientos para todas las cosas que uno pueda imaginar o necesitar, pero de entre
todas ellas, la que más agusto trabajaba, era la silla.
Su nombre era conocido en todos los lugares donde habitaban los humanos, porque sus sillas eran diferentes a las de los demás artesanos. Cualquiera podía apreciar su valor por sus colores llamativos, que atraían tanto a jóvenes como a ancianos; por su forma y comodidad, que se amoldaba a la personalidad de su dueño, y porque eran únicas en todo el mundo. Aunque todas estas cualidades no eran las que hacían de su trabajo algo excepcional, además cuando uno se hallaba en completa soledad y se sentaba en ellas, no sólo disfrutaba del mero hecho de estar sentado, sino que al cerrar los ojos un relámpago de nuevas y brillantes imágenes e ideas, comenzaban a brotar de la mente de aquél o aquella que se posara sobre la fantástica silla, de tal manera que cualquier secreto que en otro momento hubiera podido escapársele, ahora era revelado con sorprendente facilidad.
Durante generaciones, muchos intentaron
averiguar el modo de convertirse en el sucesor del gran maestro, y algunos casi
lo consiguieron, estuvieron tan cerca que, de continuar aprendiendo, lo habrían
conseguido. Sin embargo, antes de que esto sucediera, algunos discípulos del
anciano, que se preocupaban más de cuántos objetos iban a poder vender, que de
fabricarlos con todas sus piezas, comenzaron a sentir envidia del maestro. Con
retorcida inteligencia preguntaban a sus compañeros: “¿por qué tiene él
más fama y más riquezas que nosotros? ¿acaso no nos esforzamos lo mismo?¿qué
culpa tenemos nosotros de no tener su talento?” Con estas preguntas, poco
a poco, crearon la duda en los desconcertadas mentes de los artesanos de la tierra
que, acosados por esta voz difusa y sin nombre, dejaron que arraigara en sus
bocas y en sus corazones el terrible miedo al fracaso; la pereza. A pesar de
que todas las sillas habían sido siempre para todos, comenzó a pensarse que si
eran tan especiales, si de verdad tenían tal poder, quizás sólo estaban
reservadas para unos pocos, para reyes y reinas, quizás, empezó a mascullarse
que, quizás, si realmente eran tan magníficas ¿cómo iban a poder estar al
alcance de cualquiera?
El anciano maestro no daba crédito a lo que estaba
sucediendo ¿es que todos sufrían de amnesia? ¡Si él siempre había hecho mesas,
camas, tocadores, objetos de todas las formas y colores para cualquiera! ¿Qué
estaba ocurriendo? El maestro artesano, demasiado anciano y aún más cansado, no
comprendía por qué ya nadie compraba sus sillas o sus mesas, sin embargo él
seguía construyéndolas, con la esperanza de que, algún día, alguien volviera a
sentarse en ellas. El resto de los artesanos ya no se molestaban en moldear las
sillas. Todas eran iguales. A veces cambiaban los colores, cada vez más
llamativos, y a veces colocaban un pequeño cojín en su centro. Sin embargo,
esto no era, ni de lejos, suficiente y cuando las gentes se sentaban en estas
sillas, no sólo les dolía la espalda y el cuello, sino que se levantaban tan
cansados que su vida comenzó a empeorar notablemente. Ahora costaba mucho más
encontrar cualquier cosa, y nadie recordaba lo aquella magnífica explosión de
ideas. Pero nada de esto importaba, porque desde ese momento y hasta ahora
todas las sillas del mundo iban a ser incómodas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario