Disfrutando del sofá, por Jorge J. Zorraquín


Llegó a su casa. Nada le podía reconfortar no ya de un mal día sino de toda una semana: la casera le exigía el pago del mes, el coche estaba en el taller, la pensión para sus hijos esperaba desde hacía varios días y su trabajo no le llenaba.


Abrió la nevera, en ella aún colgaban las fotos de su ex mujer y de los dos pequeños. Dentro, bandejas con comida pre cocinada, cerveza y una cuña de queso empezado. Se decidió por coger una bandeja y un botellín del líquido dorado. Ningún pensamiento acaparaba su mente, la nada abarrotaba el pensamiento, el todo lleno de vacío. Antes trazaba planes, las ideas brotaban de su cerebro, la ilusión le recorría el cuerpo. No tenía miedo a doblar la esquina. Ahora sí, se conformaba con su carro, su uniforme verde y una escoba. Ese era ahora su mundo, era su realidad y era lo que llenaba el día a día.

Pasó a la sala de estar y encendió el televisor. Más de lo mismo, noticias que narraban la desgracia y que, cuanto menos hacían bajar el ánimo. Las informaciones anecdóticas y curiosas no lo parecían. La buena labor de aquellos que cuentan las cosas no se veía. Continuó con el zapping y llego a los canales donde los cuerpos desnudos no bailan en la intimidad, las cámaras son algo normal y ellos lo saben. Tampoco le interesaba, ya lo había visto demasiado.

Entonces fue cuando apagó la caja de música moderna. Solo la tenue luz de la lámpara del fondo de la pequeña habitación permitía atisbar la sombra que se dibujaba en la desconchada pared: él, encerrado en aquel rectángulo, se sentía como un pájaro enjaulado, pero lo que le impedía salir no eran verjas o alambradas lo que le tenía cercado eran las dudas y el miedo.

Decidió moverse. Se levantó de su sillón y enfilo el estrecho pasillo hacía el baño. Todo estaba a oscuras, pero él se sabía el camino de memoria. Cuantas veces había jugado entre esas paredes con sus hijos. Cuando apretó el interruptor del baño incluso las marcas de los balones estaban todavía impresas sobre la pared. Los recuerdos era lo único que le producía algún remordimiento. “Que más da, si a nadie le importa”, se repetía una y otra vez, al mismo tiempo que le daba un trago a su cuarta compañera rubia aquella noche.

¿Cuántas veces había hecho ya el idéntico movimiento? Levantó la tapa de la cisterna, cogió el bote, lo abrió, pero esta vez no se limitó a coger una o dos pastillas, esta vez cerró el bote, lo sacó y cerró la cisterna. Fue a su habitación y encendió el aparato de música. Reflexionó y reflexionó, parecía que nada ni nadie se lo impedía. Abrió el bote blanco y de nuevo un trago a la botella de cerveza. “…dont’ cry tonight”, aullaba una y otra vez el altavoz negro del fondo de la estantería. Quiso apartar su mano del bote, soltarlo, pero el bote y su mano ya no respondían a sus órdenes. La habitación cambió de color, intentó identificar la forma, pero cada segundo las líneas se desfiguraban, perdían el sentido. A su vez, él perdió la orientación, cayó al suelo. Sudaba, por su cara discurrían regueros que brotaban de sus poros, la camisa se le ceñía al cuerpo y le asfixiaba, se debatía contra cada botón, cada segundo que pasaba parecía una eternidad.

El blanco inundo sus ojos, chillaba, pero no se oía. Susurraba y escuchaba el eco de sus palabras, palabras de auxilio, de socorro. Desistió, su susurro era un grito de arrepentimiento, de perdón, de búsqueda de lo perdido. Se apagó la luz. “Vamos papá, que llegamos tarde”. De repente, recogió el guante, tendió la mano y dio un golpe de timón. Decidió que nunca sería tarde para virar, que la hora no le había tocado…aún.

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