Siempre
era la misma historia. Abrías las puertas del local, saludabas al portero, ese
que tenía cara de pocos amigos, y penetrabas en la oscuridad luminiscente.
Desde
niño eras aficionado a los solitarios, qué mejor que jugar contigo mismo, en la
más deliciosa soledad, y sin tener que dar cuentas a nadie (pensabas).
Cuando, aburrido, mirabas abajo y veías que eran y media, te activabas y disfrutabas hasta llegar a en punto.
Cuando, aburrido, mirabas abajo y veías que eran y media, te activabas y disfrutabas hasta llegar a en punto.
Para
ti, todo en la vida podía reducirse a un juego de naipes, de ajedrez o de azar.
Pero en términos de “amor” siempre preferiste la caza, no ya la de cetrería,
algo demasiado elevado para alguien como tú. La caza y los combates de esgrima
en los que siempre vencía tu contundente y estilizado florete, dejando tocado y
hundido en el agua ahora espumosa
del Aqueronte a tu más fiero adversario.
En
tus largas horas sentado frente al televisor, habías tenido tiempo de visionar
una y otra vez todas las películas de John Wayne que tenía tu padre por con el
fin de asimilar sus poses, pues nunca sabías cuándo ibas a tener que batirte en
duelo. Poco a poco, y trabajando ante el espejo, habías logrado esa magnífica
mueca de tipo duro y habías forjado tu nuevo rol: eras más rápido que tu propio
reflejo y la bala de plata quedaba esparcida hiriendo de muerte a tu doble
irreal que chorreaba sangre blanca.
Los jeans ya los
llevabas, esos que marcaban el paquete para impresionar a las féminas. Y las
manos siempre que podían iban a parar a las cartucheras de alguna jovenzuela
que no mostrara demasiados reparos, esas que no paraban de reírse sin sentido
pensando en su aún insatisfecho G.G.G. Y es que el revólver que intentaba
hacerse paso entre la cremallera de tus Caster debía ser, al menos, un
.357 Magnum, y no dejaba indiferente a ninguna. Apuntaba y cotizaba muy
alto en el mercado prometiendo la máxima precisión.
Así,
la noche transcurría entre humo de tabaco que no fumabas, litros de alcohol que
sí bebías, 20 o 30 pisotones que tú también dabas, otros tantos empujones y, si
no había suerte, unos cuantos manchurrones por la camisa nueva, previos a otros
primos lejanos que no eran otros que los de tu casero tocador del otro yo.
Esto
era todo lo que se te ocurría hacer una noche de sábado: las manos en los
bolsillos, apoyado en la barra oteando el género como un perfecto cowboy, dejando las
horas pasar. En realidad, nunca te habías sentido tan solo como entonces, pero
en esos momentos lo que menos te apetecía era pensar, ni siquiera en verde como
te repetían en aquel estúpido anuncio.
De
madrugada llegabas a casa, los pies destrozados, un sabor rancio en la boca,
peleando con la llave y oliendo a mierda. Rara vez acompañado, desenfundabas y,
en tu amada soledad, sacabas lustre a tu revólver pensando en aquella joven
ilusa a la que habías arrastrado hasta un rincón del bar para que palpara y
engrandeciera tu ego. ¿Quién se había creído? Tú no pensabas activar ningún
botón ajeno deseoso de ser estimulado. Además, sólo tú jugabas con Johnny.
Y, a
las ocho de la mañana del domingo, dormías exhausto mientras, amarrado a tu
querido Juanito, cantabas la vieja balada del tío Joe que tan bien
interpretabas: “ay, y cómo se viene la muerte [la petite] tan
callando....”
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