Pepe Keaton, por María Coduras



Se había quedado sin trabajo. Después de media vida en la misma empresa, había llegado, cerrojazo, y a la calle. Para Pepe, era extraño deambular por las aceras de la ciudad a plena luz del día después de tantos años de trabajo de luna a luna, así que salía cual vampiro encubierto tras unas gafas de sol rescatadas de un cajón de su mesilla de noche, año catapún, regalo de alguna conocida marca de tabaco.




Si el semáforo se pone en verde dentro de tres segundos, hoy voy a tener suerte.

Desde que había perdido el empleo hace unos meses, Pepe se había vuelto algo supersticioso. Se consolaba pensando que alguna de sus predicciones de pacotilla acabaría cumpliéndose tarde o temprano por una simple cuestión de estadística.

Si el próximo coche que doble la esquina es un Opel Corsa, de aquí a una semana encuentro trabajo.

Pobre infeliz. Su trabajo ajustando tuercas en una cadena de montaje no le ofrecía un gran abanico de posibilidades. Eso sí, en su puesto era todo un experto, aquello no podía cuestionarlo nadie. Sus manos eran fiel testimonio de su experiencia, y también unas violáceas ojeras enmarcadas en un rostro blanquecino y demacrado, espejo de los pocos días que había disfrutado de algún rayo de sol. Ambas le acompañaban a todas partes.
La verdad es que deberían de estar orgullosos, pues Pepe había batido todos los records de tiempo de ajuste de la empresa. En su mejor época, la de la empresa, hasta había recibido una insignia al “Trabajador del año”, que le había costado más de una zancadilla de algún compañero que no daba abasto. Pepe esbozaba una sonrisa sarcástica cada vez que le venía a la mente ese recuerdo de su trofeo. Lo cierto es que, profesionalmente hablando, a Pepe le pegaba más el rollo Chaplin, por aquello de su paralelismo con Tiempos modernos, pero resultaba que, desde bien pequeño, sus amigos lo habían bautizado con el sobrenombre de Keaton, Pepe Keaton.
Entre su cara de palo, su despiste, su estatura, su habilidad para el contorsionismo y las caídas torpes e inesperadas, Pepe era todo un payaso. “De eso no cabe duda”, solía responder últimamente, “porque se han reído de mí todo lo que han querido”. Sin embargo, a Pepe nunca le había molestado ese calificativo sino que, al contrario, en sus años de adolescencia había disfrutado de lo lindo inventando artefactos con poleas al más puro estilo Buster.

Si la próxima llamada que recibo es de propaganda, pronto voy a recibir una buena oferta de empleo.

Lo cierto es que no le pagaban mal. Con lo que cobraba tenía para vivir sin problemas, sin grandes lujos pero sin preocupaciones. El inconveniente era que no le quedaba tiempo para disfrutar del dinero, y a sus cuarenta años recién cumplidos se había dado cuenta de que no tenía vida. Los amigos de siempre, sí, a los que veía muy de vez en cuando y que sabía que estaban ahí, pero ni una sola mujer que no vaciara su cartera al abandonar su cama tras una noche de copas en algún garito. Aquello dejaba a Pepe sumido en la más profunda de las confusiones, pues eran circunstancias que no lograba interpretar. Últimamente, había pensado marcharse de viaje, cambiar de aires, comenzar de nuevo en otro lugar…
Al pasar por una agencia de viajes, tomó un folleto y entró a hojearlo al bar más cercano mientras tomaba un café. Su escaso dominio de las lenguas limitaba mucho sus posibilidades, a veces deseaba que la vida también fuera como el cine mudo.

Si la próxima mujer que entre en el bar lleva una falda roja, lánzate a la piscina.

-Hola, Pepe, ¿cómo estás?
-Pues ya ves, Rosa, matando un poco el tiempo.
 -Me he enterado de lo de tu empresa, lo siento muchísimo. Tantos años a su servicio y mira cómo te lo pagan –y tras pronunciar estas palabras, aquella mujer enfundada en una falda de tubo color carmín acomodó sus posaderas en la silla de al lado.
-Ya –respondió Pepe, parco en palabras, al tiempo que dibujaba una sonrisa idiota en su cara.

Rosa era la hermana mayor de uno de los amigos de su infancia. Por alguna extraña razón siempre le había atraído (quizá fuera por su diabólica cabellera rojiza y unas graciosas pecas que decoraban con muy buen gusto su cara), pero nunca se había atrevido a nada por miedo a la reacción de su hermano, ¿quién iba a desear que su hermana terminase con alguien como él?

…lánzate a la piscina.

-Veo que andas planeando un viaje.
-Me rondaba por la cabeza un cambio de aires. ¿Alguna recomendación?
-Pues no sé, déjame pensar…

En ese momento un Opel Corsa gris había pasado por delante de la cristalera. Mientras tanto a Pepe, sin darse cuenta, le había asaltado a la memoria aquella escena de la película Siete ocasiones, tantas veces reversionada posteriormente, pero esta vez el protagonista era él: un sinfín de mujeres vestidas con traje de novia le perseguían convertido en un rico heredero.

-Pero si yo solo me conformo con una –pensó Pepe en voz alta.
-Perdona Pepe, ¿decías?
Pepe se dio cuenta de que había abandonado la realidad de una mesa de bar, dos vasos de café y una hermosa pelirroja que lo miraba con cara de extrañeza.
-¿Sabes que en blanco y negro nadie hubiese podido apreciar tu preciosa cabellera?
-¿Te encuentras bien, Pepe? Hoy dices cosas muy raras –y al mismo tiempo, sus mejillas se inundaron de un rojo intenso.
-Sí, sí, perfectamente –y se hizo un silencio algo incómodo.
En ese momento sonó el teléfono.
-¿Sí?
-Estimado José Escobar, soy Madeleine Gutiérrez. Le llamo desde nuestra operadora para preguntarle si se encuentra satisfecho con su compañía de teléfono habitual.
-Mire, ni estoy contento ni descontento, pero le aseguro que no tengo ninguna intención de cambiar nada. Gracias.
-Pero desde nuestra compañía podemos hacerle una oferta que no podrá rechazar. Ya verá: por lo que usted está pagan…
-Ya le he dicho que no –cortó Pepe- Adiós, muchas gracias.
Y colgó. Ya era la tercera vez en una semana. Volvió su mirada hacia Rosa que parecía divertirse con los ademanes y el comportamiento de Pepe.
-Por cierto Pepe, ¿has visto la oferta de empleo que hay pegada en el local de enfrente? Acabo de leerla antes de entrar, creo que te va como anillo al dedo. Además, conozco a uno de los encargados, es el marido de mi tía Conchi.

Pepe miró al local que Rosa le señalaba. Allí estaba el cartel, pegado en la persiana del bar Río de Janeiro, cerrado hace un par de meses a causa de los estragos de la crisis. Maldita crisis. Pagó los cafés, 3, 2, 1, verde, cruzaron y lo leyó… Parecía una buena oportunidad.

-Oye, Rosa, ¿y qué te parece Brasil? Te invito a visitarlo conmigo.
-¡Pero qué cosas tienes Pepe! ¿Qué has comido hoy?
-Te lo digo totalmente en serio.
Y Pepe se quitó su eterno sombrero plano con una reverencia, se despidió de Rosa con un galante beso en la mano, y marchó calle adelante zapateando torpemente, y con una sonrisa radiante en la boca. A partir de hoy iba a ser el héroe de Río



No hay comentarios:

Publicar un comentario