Se
había quedado sin trabajo. Después de media vida en la misma empresa, había
llegado, cerrojazo, y a la calle. Para
Pepe, era extraño deambular por las aceras de la ciudad a plena luz del día
después de tantos años de trabajo de luna a luna, así que salía cual vampiro
encubierto tras unas gafas de sol rescatadas de un cajón de su mesilla de
noche, año catapún, regalo de alguna conocida marca de tabaco.
Si
el semáforo se pone en verde dentro de tres segundos, hoy voy a tener suerte.
Desde
que había perdido el empleo hace unos meses, Pepe se había vuelto algo
supersticioso. Se consolaba pensando que alguna de sus predicciones de
pacotilla acabaría cumpliéndose tarde o temprano por una simple cuestión de
estadística.
Si
el próximo coche que doble la esquina es un Opel Corsa, de aquí a una semana
encuentro trabajo.
Pobre
infeliz. Su trabajo ajustando tuercas en una cadena de montaje no le ofrecía un
gran abanico de posibilidades. Eso sí, en su puesto era todo un experto,
aquello no podía cuestionarlo nadie. Sus manos eran fiel testimonio de su
experiencia, y también unas violáceas ojeras enmarcadas en un rostro
blanquecino y demacrado, espejo de los pocos días que había disfrutado de algún
rayo de sol. Ambas le acompañaban a todas partes.
La
verdad es que deberían de estar orgullosos, pues Pepe había batido todos los
records de tiempo de ajuste de la empresa. En su mejor época, la de la empresa,
hasta había recibido una insignia al “Trabajador del año”, que le había costado
más de una zancadilla de algún compañero que no daba abasto. Pepe esbozaba una
sonrisa sarcástica cada vez que le venía a la mente ese recuerdo de su trofeo.
Lo cierto es que, profesionalmente hablando, a Pepe le pegaba más el rollo
Chaplin, por aquello de su paralelismo con Tiempos modernos, pero resultaba
que, desde bien pequeño, sus amigos lo habían bautizado con el sobrenombre de
Keaton, Pepe Keaton.
Entre
su cara de palo, su despiste, su estatura, su habilidad para el contorsionismo
y las caídas torpes e inesperadas, Pepe era todo un payaso. “De eso no cabe
duda”, solía responder últimamente, “porque se han reído de mí todo lo que han
querido”. Sin embargo, a Pepe nunca le había molestado ese calificativo sino
que, al contrario, en sus años de adolescencia había disfrutado de lo lindo
inventando artefactos con poleas al más puro estilo Buster.
Si
la próxima llamada que recibo es de propaganda, pronto voy a recibir una buena
oferta de empleo.
Lo
cierto es que no le pagaban mal. Con lo que cobraba tenía para vivir sin
problemas, sin grandes lujos pero sin preocupaciones. El inconveniente era que
no le quedaba tiempo para disfrutar del dinero, y a sus cuarenta años recién
cumplidos se había dado cuenta de que no tenía vida. Los amigos de siempre, sí,
a los que veía muy de vez en cuando y que sabía que estaban ahí, pero ni una
sola mujer que no vaciara su cartera al abandonar su cama tras una noche de
copas en algún garito. Aquello dejaba a Pepe sumido en la más profunda de las
confusiones, pues eran circunstancias que no lograba interpretar. Últimamente,
había pensado marcharse de viaje, cambiar de aires, comenzar de nuevo en otro
lugar…
Al
pasar por una agencia de viajes, tomó un folleto y entró a hojearlo al bar más
cercano mientras tomaba un café. Su escaso dominio de las lenguas limitaba
mucho sus posibilidades, a veces deseaba que la vida también fuera como el cine
mudo.
Si
la próxima mujer que entre en el bar lleva una falda roja, lánzate a la
piscina.
-Hola,
Pepe, ¿cómo estás?
-Pues
ya ves, Rosa, matando un poco el tiempo.
-Me he enterado de lo de tu empresa, lo
siento muchísimo. Tantos años a su servicio y mira cómo te lo pagan –y tras
pronunciar estas palabras, aquella mujer enfundada en una falda de tubo color
carmín acomodó sus posaderas en la silla de al lado.
-Ya
–respondió Pepe, parco en palabras, al tiempo que dibujaba una sonrisa idiota
en su cara.
Rosa
era la hermana mayor de uno de los
amigos de su infancia. Por alguna extraña razón siempre le había atraído (quizá
fuera por su diabólica cabellera rojiza y unas graciosas pecas que decoraban
con muy buen gusto su cara), pero nunca se había atrevido a nada por miedo a la
reacción de su hermano, ¿quién iba a desear que su hermana terminase con
alguien como él?
…lánzate
a la piscina.
-Veo
que andas planeando un viaje.
-Me
rondaba por la cabeza un cambio de aires. ¿Alguna recomendación?
-Pues
no sé, déjame pensar…
En
ese momento un Opel Corsa gris había pasado por delante de la cristalera.
Mientras tanto a Pepe, sin darse cuenta, le había asaltado a la memoria aquella
escena de la película Siete ocasiones, tantas veces
reversionada posteriormente, pero esta vez el protagonista era él: un sinfín de
mujeres vestidas con traje de novia le perseguían convertido en un rico
heredero.
-Pero
si yo solo me conformo con una –pensó Pepe en voz alta.
-Perdona
Pepe, ¿decías?
Pepe
se dio cuenta de que había abandonado la realidad de una mesa de bar, dos vasos
de café y una hermosa pelirroja que lo miraba con cara de extrañeza.
-¿Sabes
que en blanco y negro nadie hubiese podido apreciar tu preciosa cabellera?
-¿Te
encuentras bien, Pepe? Hoy dices cosas muy raras –y al mismo tiempo, sus
mejillas se inundaron de un rojo intenso.
-Sí,
sí, perfectamente –y se hizo un silencio algo incómodo.
En
ese momento sonó el teléfono.
-¿Sí?
-Estimado
José Escobar, soy Madeleine Gutiérrez. Le llamo desde nuestra operadora para
preguntarle si se encuentra satisfecho con su compañía de teléfono habitual.
-Mire,
ni estoy contento ni descontento, pero le aseguro que no tengo ninguna
intención de cambiar nada. Gracias.
-Pero
desde nuestra compañía podemos hacerle una oferta que no podrá rechazar. Ya
verá: por lo que usted está pagan…
-Ya
le he dicho que no –cortó Pepe- Adiós, muchas gracias.
Y
colgó. Ya era la tercera vez en una semana. Volvió su mirada hacia Rosa que
parecía divertirse con los ademanes y el comportamiento de Pepe.
-Por
cierto Pepe, ¿has visto la oferta de empleo que hay pegada en el local de
enfrente? Acabo de leerla antes de entrar, creo que te va como anillo al dedo.
Además, conozco a uno de los encargados, es el marido de mi tía Conchi.
Pepe
miró al local que Rosa le señalaba. Allí estaba el cartel, pegado en la
persiana del bar Río de Janeiro, cerrado hace un par de meses a causa de los
estragos de la crisis. Maldita crisis. Pagó los cafés, 3, 2, 1, verde, cruzaron
y lo leyó… Parecía una buena oportunidad.
-Oye,
Rosa, ¿y qué te parece Brasil? Te invito a visitarlo conmigo.
-¡Pero
qué cosas tienes Pepe! ¿Qué has comido hoy?
-Te
lo digo totalmente en serio.
Y
Pepe se quitó su eterno sombrero plano con una reverencia, se despidió de Rosa
con un galante beso en la mano, y marchó calle adelante zapateando torpemente,
y con una sonrisa radiante en la boca. A partir de hoy iba a ser el héroe de
Río…
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