La noche lo inundaba
todo, solo las farolas, lúgubres y parpadeantes rompían la monótona oscuridad,
como si fueran islas en el mar. La lluvia discurría por su cara y dibujaba su
silueta. Intentó mirar el reloj, pero le resultó imposible saber qué demonios
marcaban esas dos pequeñas dictadoras atadas a su muñeca.
Él no corría, huía ¿De
qué? Siempre hay que huir de algo ¿Por qué? Qué más da. Aquello que fuere solo
le perseguía a él, a ningún otro. Buscaba su esencia, sus látidos.
Freno en seco su
agobiante marcha. Su pecho lleno de nicotina no soportaba más ese ritmo
frenético. Sudaba. Sudaba como las paredes de un apartamento de 3ª reservado
para noches en vela y botellas de whisky. Miró en su bolsa, cogió el
desodorante y roció su cuerpo.
-“Con esto ganaré
tiempo”, se digo para sí.
-“No amigo”, dijo una
voz, “sigues siendo tú”
Sus piernas reaccionaron
instintivamente, pero cada una con unas directrices distintas. No había
recorrido ni 3 metros cuando sus manos evitaron que su boca bebiera las sucias
aguas de un charco. Quedo bajo una farola y ante un escaparate, jadeando,
agotado, desarmado.
-“La ropa, tiene que ser
la ropa”. Bajo una lluvia torrencial se desprendió de su camisa, del pantalón.
Cogió su cartera y la tiró lo más lejos que pudo. Inútil, todo estaba tirado a
su alrededor.
La voz se oyó, profunda
y oscura, desde todos los rincones, pero en ningún lugar: “De nada vale”. La
oscuridad acabó por absorberlo todo. Paró la lluvia y solo se oía un tenue
goteo. La farola recuperó poco a poco su brillo. Su luz enfocaba un charco de
sangre cercano, allí, coleteaba un corazón, solo, desarmado.
“Sigues siendo tú, de
nada vale”
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