Ariane, por Isabel Marqués


       El viejo señor Moohan nos hablaba de espaldas a su cuadro, volviéndose regularmente para señalar con un pincel los detalles del paisaje. Su piel se asemejaba a la pintura reseca en los retratos inacabados de jóvenes o niños, que la vejez abraza antes de que el maldito artista pueda perfilar del todo, porque ya no recuerda quiénes fueron ni cómo crecieron tan rápido.


Hoy llamado “el viejo Moohan”, Leonard R. Moohan llegó a ser la de joven promesa del paisaje posromántico hace más de treinta años. Nunca le interesó representar la figura humana, sino más bien los bosques de ninguna parte, que recreaba sin salir del frenético Londres donde se crió. Pero algo, se cuenta, algo le ocurrió al volver de un viaje a París en busca de la imborrable marca de la bohemia. Algo que en las líneas de su frente sugería un desengaño. La caída de los otoños hizo el resto: de aquel joven prodigio, creador de una veintena de paisajes ilusorios, sólo quedó un hombrecillo que velaba los parques cada noche y ya sólo pintaba sauces llorando aquello que fuera lo que él llorase. Lo más triste de su historia no es tanto lo que se conoce como lo que no, como no lo es más, estoy seguro, que el hecho de que esta termine aquí, en sitios como este. Moohan como maestro invitado en academias de los alrededores, cada año en las mismas, hablando para muchachos en cuyos ojos siempre lee y acierta su porvenir en el oficio.
Lo había visto en alguna ocasión cuando trabajaba en la Tate Britain, postrado delante de un caballete, mientras se afanaba en la asombrosa réplica de un Turner o de un bosque sin dama de Shalott, pero fue allí en la academia de bellas artes, donde realmente lo conocí. Allí donde le tocó explicar algo que ya nadie encontraba práctico ni tan siquiera cuerdo. Observaba su composición detenidamente, ensayando los mismos trazos de su bosque sobre mi lienzo en blanco, obsesionado ya con la idea de pintar mi propio sauce, cuando de pronto la figura de una muchacha se retrató entre las ramas, sobre el mismo lienzo que Moohan nos mostraba y que decía haber pintado hacía treinta años. “No la había visto antes” pensé, pero entonces reparé en su posición, en el centro del cuadro y en su considerable proporción con respecto al árbol y a la laguna. Francamente, no era fácil que escapara del primer vistazo. Tratándose además de un pintor tan poco inclinado por la figura humana, ¿Por qué no habría explicado su presencia en el paisaje? ¿Por qué ninguno le habría preguntado antes por ella? Como tratando de encontrar allí la respuesta, dirigí los ojos hacia la boca de Moohan, que seguía temblando al eco de las palabras que él mismo decía. Busqué en ellas a la muchacha, alguna referencia que revelara aquello que le llevó a confiar en el retrato por una vez. Pero el viejo seguía hablando de la gravedad o levedad o suavidad de las ramas de los sauces y así prosiguió hasta que dejé de prestar atención y volví a mirar su cuadro. Un espasmo que brotó en mi estómago se instaló como una jaqueca en mi frente cuando volví a encontrarme con la sola presencia del árbol. La muchacha ya no estaba, “y tal vez nunca haya estado”, me dije, tratando de aplacar esa repentina inquietud. Me pareció que Moohan me miraba a los ojos, quizá fueran tres o cuatro veces desde ese momento, conforme seguía hablando de aquello que ninguno de nosotros entendía como “técnica del paisaje al óleo”. Cada cosa que decía me recordaba que aquel hombre había amado la pintura tanto como se ama a la dama esquiva, esa muchacha de rostro apolíneo, envuelta en adioses y mitos en verso que lo había atrapado en una edad y un rostro indescifrables, que se había bebido su tiempo y su salud, dejándole solo, solo pero con las mismas fuerzas para seguir amándola. Quizás por eso me quedé hasta el final, mientras el resto de mis compañeros iban desapareciendo, recogiendo en silencio el material y despidiéndose con evasivas similares. Tal vez lo hiciera por compasión hacia Moohan, pero al final deseé haberme marchado poco antes de que el viejo se me acercara despacio por la espalda, dispuesto a anunciarme el final de la lección y echar una atenta ojeada al que fuera primero de mis sauces. Me asustó tanto su sigilo como su aparente cercanía al aplaudir por detrás de mi espalda.
-       No está nada mal, señor Truswell. Le agradezco su perseverancia, pero mi tiempo aquí ha concluido y creo que el suyo también. - Conseguí articular un “gracias a usted” mientras recogía aún los pinceles, tratando de adivinar en qué momento nos presentaron.
-       Señor Truswell... – dijo de nuevo - Quiero que sepa que valoro su perseverancia con el óleo. A propósito, creo que nos hemos visto antes. Por esa razón recuerdo su nombre prendido en una chapa dorada mientras guiaba a los visitantes por los pasillos de la Tate Britain. ¿No es cierto? Es curioso, aquellos días me llamó la atención su manera de examinar los lienzos, supuse entonces que su interés por el arte iría más lejos.
-       Tenía usted razón. Si me disculpa se me ha hecho tarde. – Respondí lacónico y desconcertado, despojándome de la bata para marcharme, evitando, por alguna razón, escucharlo. Pero él alzó la voz para decir algo que enfriaría mis venas como un abrazo de la vieja Siberia.
-       No me sorprendería que en algún momento de la clase la hubiera visto. – Y prosiguió con toda naturalidad. - Nadie hasta ahora, que yo sepa lo ha conseguido, en tal caso no se imagina cuánto podría ayudarme.
-       Disculpe pero no sé de qué me... – dije sin despegar una palabra de la otra.
-       Mucho me temo que sí. Déjeme decirle que los sauces no son árboles comunes, como ni usted ni yo somos artistas comunes... – Fui yo quien le interrumpí entonces, clamando de pura angustia:
-       ¿Qué ocurre, que entonces tenemos un don? Dígame qué tiene un sauce de extraordinario.
-       Por favor, no se altere – Negué, con la cabeza dolorida. – Como bien dice, dichos árboles son extraordinarios, reconocida es de sobra su eficacia en la medicina, pero además, en ocasiones también provocan lo que pocos conocen como “sueño de las razón”, ¿Ha oído hablar? – asentí, todavía temblando, “es eso que produce...” añadí, y Moohan respondió, de nuevo robándome tiempo para terminar mi frase:
-       No siempre monstruos, Goya no fue muy exacto al referirse a él, si bien tampoco fue nunca un pintor común. Lo que realmente hace el sueño de la razón es transformar lo imposible en posible, lo irreal en real. Esa es la razón por la que a veces, quien de verdad sabe cómo mirar un cuadro vea en él cosas que no todos pueden ver. Esa es la razón por la que tú, hoy, la has visto. – Dicho esto, se situó justo al lado derecho de su lienzo y añadió, como en susurro: - y, de hecho, ahora puedas volver a verla. – Me incomodaba terriblemente, pero aún así no pude evitar volver a mirar el lienzo, y en efecto, la muchacha ya estaba allí, pero esta vez en una actitud diferente a la que recordaba: a orillas de la laguna, desnuda, procediendo a tomar un baño. Pensé si acaso Moohan había podido preparar tres o quien sabe cuántos bosques con y sin muchacha con el propósito de engañar a un joven que pudiera ayudarle a alcanzar un prestigio tardío, cuando de nuevo vi que la figura había desaparecido y Moohan retomó la palabra:
-       Como ves, viene y se va, pero no le tenga miedo, le aseguro que no lo haría de haberla conocido. ¿Decía que se le ha hecho tarde? – Me sorprendí de mi propia respuesta:
-       En absoluto.
-       Entonces, ¿Se negaría esta vez a escuchar la historia de un desconocido?
Le dije lo mismo exactamente, “en absoluto” y caminamos bajo los relámpagos de una ciudad que clamaba los últimos sucesos en la voz de un chiquillo menudo y hambriento. Llegamos a Richmond Park y el viejo, con el lienzo empapelado sujeto en ambas manos, me pidió que nos sentáramos frente al sauce más longevo del parque. Allí comenzó su relato con la frase: “Hubo un tiempo en que crecían sauces junto al Sena, no hace mucho”. Él era muy joven en aquellos tiempos y había huido a París, desencantado de un Londres ceniciento y burgués. En pocos días descubrió el Paseo de los Sauces, en la Rive Gauche, donde emplazó su estudio todo el año, aun en los más crudos inviernos permaneció allí, empeñado en escribir al óleo la vida de los sauces. Allí conoció a las que serían las dos personas más importantes en su vida. Una era un malogrado paisajista apodado “el ruso”, cuya asombrosa pincelada le llevó a pagarle lecciones diarias. Antes de su muerte, “el ruso” le habló por primera vez de los sauces y de “el sueño de la razón”, apurando hasta la madrugada la que sería su última clase. La otra persona era una chiquilla huérfana de cabellera bermeja con la que mantuvo un intenso juego de miradas durante un año. Ella miraba hipnotizada los cuadros hasta que un día rompió el silencio por ambos y le preguntó qué precio tendría uno de sus lienzos. “Este aún no está terminado”, le respondió Moohan, temblando por igual ante su belleza y su pobreza. Le prometió regalárselo si accedía a acompañarlo cada tarde a pasear entre los sauces hasta que lo hubiera acabado. Ella aceptó y así fue como se conocieron. Se llamaba Ariane y acababa de cumplir diecisiete años. Moohan terminó el lienzo un día helado y nocturno, Ariane llegó puntual a la orilla y antes de que a ella le diera tiempo de mirarlo a los ojos, Moohan le dijo que había cambiado de opinión, no podía regalarle el cuadro así sin más, gracias a él la había conocido y no era justo despedirse de ambos a la vez. “Cásate conmigo y será tuyo, éste y cuantos quieras”. Miró a la chica, que alzó entonces sus ojos, asustada. Cincuenta y tres horas después del primero de sus besos ya volvían a Londres. Pero la boda no llegó a celebrarse, pues Ariane enfermó del invierno polvoriento de las calles inglesas, y una tos salada y granate se apoderó de su cuerpo. Moohan se derrumbó al escuchar la voz abatida del último doctor al que acudieron. “Me temo que no es posible, señor”. Ambos bordeaban aquellos días los sauces de Richmond Park, en un silencio que sólo la tos de Ariane quebraba. Moohan no sabe qué le llevó en aquel momento a pensar en “el ruso”, en algo que le había dicho acerca del “sueño de la razón” y de los sauces y de lo imposible, que se hace posible y... Fue entonces cuando lo pensó, sin pararse a cuestionar su cordura, ¿Qué importaba empezar a enloquecer si podía seguir mirándola todos los días? Así, el mediodía del 2 de marzo de 1874, aquí junto al mismo sauce desde el que me hablaba, sobre el mismo lienzo que había prometido regalarle, retrató a Ariane, antigua dueña de una juventud que la enfermedad le había robado hacía tiempo. Fue su primer y único retrato. No supo hacer ningún otro después, como tampoco pudo explicarse cómo la joven, que había posado durante horas sentada a la sombra del sauce, ya no estaba allí cuando terminó con sus sombras, ni tampoco lo esperaba en ninguna de las esquinas del parque, como pudo comprobar gritando su nombre y buscando su sombrero hasta que oscureció. No le quedó más remedio que creer que Ariane había cruzado a través del lienzo como si este se tratara de una puerta hacia la eternidad. Reconocía el fantasma de su propia juventud al velar día y noche el cuadro sin comprender cómo Ariane podía ir y venir, rotando por las mil caras de la belleza del paisaje y de la suya propia. “Déjalo estar”, se dijo una tarde, pasados quince años de aquella fecha, “algún día alguien hará que vuelvas a verla”. Yo no esperaba que concluyera así su historia, pero me di cuenta de que no quedaba mucho que decir sobre él. Reparé además en que llevaba un largo rato mirándome, muy callado y entonces lo comprendí todo de súbito. Apenas pude entender que murmuraba “Dígame qué le parecería que le enseñara a pintar los sauces.”         





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